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Víctor Sosa Enrique Jeik: La estetización de la necesidad Publicado en La Jornada Semanal, México D.F., 24 de enero de 1999 La realidad -junto con la imaginación- sigue siendo uno de los más importantes abastecedores de materia prima para el arte. De esa cantera inagotable se han nutrido múltiples y disímiles discursos estéticos. La guerra, como evento civilizatorio, ha sido ampliamente estetizada a lo largo de la historia, primero en las vasijas y utensilios domésticos de las culturas emergentes, después en los frescos y pinturas que el Renacimiento impone como canon -recordemos la magnífica Batalla de san Romano de Paolo Uccello, por ejemplo-, luego, ya en los albores de este siglo, algunas pinturas futuristas que intentaban glorificar la conflagración bélica de 1914-18. La guerra es una realidad que motiva, de muchas maneras posibles, la expresión artística. Enrique Jeik (Argentina, 1961) entabla un diálogo con lo bélico pero a partir de una latitud metonímica. No pinta la guerra, la configura con esa red de relaciones que se tejen entre los países y los hombres, entre las verdades abstractas que cada beligerante nación esgrime y el concreto poder destructivo de la tecnología militar moderna. ``Nuestro país será una potencia nuclear aunque el pueblo tenga que comer pasto.'' Dicha frase, inscrita en la pared de la galería Nina Menocal, es el punctum de la obra y el lazo de unión entre dos mapas -proyectados por diapositivas-, uno de la India y otro de Paquistán. La frase en cuestión fue pronunciada por el primer ministro paquistaní luego de la primera explosión atómica india en la década de los setenta. Debajo de este doble discurso -el lenguaje escrito, conceptual, del texto y el lenguaje visual, icónico, de los mapas, ambos bidimensionales e incorpóreos- se encuentra un objeto de barro que de inmediato lo asociamos con una bomba. La bomba -hecha con la misma mítica materia con la cual Dios creo al Hombre- se singulariza en su objetualidad, se impone en su tridimensional presencia y cierra, así, una de las posibles direcciones de lectura, que va de lo abstracto y virtual a lo concreto y matérico. Jeik se apropia de un acontecimiento lo suficientemente lejano en la historia -y en las coordenadas geográficas- como para producir un distanciamiento y, a su vez, una focalización de ese teatro de operaciones; de esa ``porción del espacio en la que prevalece la guerra'' -al decir de Clausewitz-, porción que ``no es simplemente una parte del todo, sino una pequeña totalidad, completa en sí misma''. Cierto, de manera hologramática el evento bélico se cifra a sí mismo a la vez que cifra un estado de cosas que lo contiene; continente y contenido son intercambiables. Ese sentido dialéctico también es legible en la frase: ``Nuestro país será potencia nuclear aunque el pueblo tenga que comer pasto.'' El dirigente paquistaní coincidía involuntariamente con Walter Benjamin, cuando éste dijo que: ``Todo acto de cultura es también un documento de la barbarie.'' El alto precio de la condición moderna de ingresar al respetable concierto de las naciones nucleares, es el retorno a la condición de primate y establece una proporcional regresión civilizatoria. Jeik articula estas temáticas menos preocupado por una denuncia política que por establecer una radiografía benjaminiana de la cultura moderna. Implícito en su discurso, también hay una estetización del objeto bélico. La anterior serie de los Obuses -pequeños objetos ensamblados que remedan o remiten a ese tipo de arma- así como sus actuales dibujos - que parecen estar tomados del diseño industrial aunque el manejo del carbón reclama otra lectura- ejemplifican la intención de apoderarse y sustantivar la presencia estética de estos artefactos construidos para la destrucción masiva. Por eso la obra de Jeik desasosiega, inquieta, provoca cierto desarreglo en el espectador. No puede haber indiferencia ante el objeto y mucho menos ante el discurso que lo enmarca y que le insufla sentido. Jeik crea un arte industrial a contracorriente de los asépticos legrados posmodernos -aquéllos que vacían de sentido histórico la matriz del arte. Lo hace, paradójicamente, adelgazando cada vez más la gramática de su lenguaje, cifrando con claridad su escritura -recordemos el uso del braille en obras anteriores-, potenciando el decir. El vínculo con la historia, en Jeik, es un vínculo trágico. La ironía -si a veces aparece- dibuja la sonrisa de una herida. El dolor es la bala. Y el misil, perfilado en las obsesivas capas de carboncillo sobre el papel, convoca a ese mismo origen mineral: el carbón, el barro primordial de los orígenes. Pero no hay mito en Jeik, lo que prevalece es el cíclico engranaje de las causas y los efectos y sus ríspidas ramificaciones históricas. De ahí desciende el arte: la estetización de la necesidad.
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