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Francisco Reyes Palma Enrique Jeik. Espacios violentados Rara vez reflexionamos acerca de la trama compleja de relaciones espaciales existentes dentro del museo. Absortos ante el material exhibido, nos contentamos con recorrer sus salas sin considerar que nuestro desplazamiento se halla determinado por la museografía. Razón de más para que esta publicación acoja el aporte poco ortodoxo de Enrique Jeik, quien nos motiva a pensar la revista M en términos de un entramado de espacios modificados por la intervención del artista. Clausurar parte de la revista involucra una acción que se corresponde con las intrusiones de Jeik en museos y galerías transformados en escenarios de agresividad: el choque de dos martillos hidráulicos colosales bajo la bóveda de un antiguo templo, el museo ExTeresa de la ciudad de México; la fricción de los discos de varias cortadoras mecánicas que lanzan enormes haces de chispas mientras los residuos minerales se acumulan en el suelo del cubo blanco de la Sala de Arte Público Siqueiros, también en esta ciudad; o las percusiones de una excavadora en la galería Le Confort Moderne, instalada en una ex-fábrica de Poitiers, Francia, máquina que al perforar el piso transmitía en clave Morse la señal SOS. Conforme el recogimiento y la contemplación silenciosa en recintos museísticos da paso a la presencia de estruendos y disonancias, las representaciones montadas por Jeik parecen reactualizar el combate gladiatorio, con sus cargas de instintividad, encuentro de fuerzas donde los públicos actúan en términos de multitud, en su sentido biopolítico de sujeto colectivo de la creación —cifra característica de la última modernidad. ¿Cuál es ahora el papel del creador? ¿Adónde nos conduce la imagen del artista en el proceso de empuñar una escopeta calibre 12, cortar cartucho y rociar de postas las mamparas de la sala de exhibición? Por “razones de seguridad” los espectadores de la muestra en Poitiers sólo tuvieron contacto con el resultado final: una especie de grafismo a gran escala.Sin duda, se nos cruza el recuerdo de una célebre secuencia fotográfica de 1950, cuando Hans Namuth realizaba miles de tomas de Jackson Pollock al momento de chorrear pintura sobre lienzos enormes: la action painting, un arranque gestual que sirvió de enseña a la llamada escuela neoyorkina. Pero a diferencia del culto a la obra de Pollock, el trabajo de Jeik resulta efímero, ajeno a la adoración del objeto, y más bien forma parte de un ciclo de alegorías maquinales de estirpe simbólica donde el juego o la confrontación nos remiten a remembranzas de la condición humana: un mundo en guerra y desasosiego. La espacialidad es para Jeik un principio indiferenciado, en el que los recintos de exhibición se tornan campos de tiro, de batalla o terrenos en construcción poblados de maquinaria pesada. Cada acción suya encadena procesos escultóricos y gráficos, de trabajo y de comunicación. Edificar y demoler mantienen cierta analogía. Así, desbastar o tallar la materia, perforarla o bruñirla, son actos escultóricos, deudores de una tradición clasicista; pero ahora la ejecución corre por cuenta de brazos mecánicos, cinceles o gubias monumentales, del mismo modo que el fusil resulta una especie de lápiz automático. Incluso los brazos y piernas del artista ingresan a esta lógica de la prótesis, pues al ser portadores de cámaras de video transmutan la visión en acción. El apego de Enrique Jeik a los rituales de violencia nos remonta al carácter constitutivo de la revuelta como matriz social, aunque también alude a la capacidad de la represión social para ocultarse. ¿Saldo de cuentas con el tardío descubrimiento por parte del artista de las atrocidades de la dictadura argentina? ¿Alusión al lenguaje cifrado de la resistencia? Quizá por lo anterior su trabajo se halla cargado de componentes de ambigüedad, oblicuidad y migraciones de sentido; al grado que una herramienta siempre termina por ser otra cosa, y cualquier tiempo histórico puede hacer acto de presencia cuando menos se le espera. Sin embargo, Jeik prescinde de la alusión política directa, privilegia el lenguaje como acto performativo: el compromiso de la palabra para ejercer su propia autonomía. A la manera de una estrategia bélica de largo alcance, este artista argentino afincado en México hace casi tres lustros imagina más proyectos que los que realiza. Su obra puede incluirse dentro de las estéticas de la violencia, una versión letal del objeto y su plasticidad; pero asimismo sus meditaciones sobre la agresividad humana se inscriben como estéticas de memoria y archivo. Frente a las asimetrías del ejercicio de la fuerza, Jeik insiste en mantener un componente ideal, de equivalencia entre las fuerzas puestas en juego, un mundo cuyo potencial destructivo es posible estabilizar. Su proyecto más acariciado en los últimos tiempos consiste en trabajar con explosivos dentro del museo. No obstante, a raíz de los acontecimientos brutales del 11 de septiembre, con sus secuelas de paranoia y embestida gratuita en contra de Irak, y el encumbramiento de la sicopatía como forma de gobierno, propuestas artísticas de este tipo se ven obstaculizadas. Publicado en la revista M – Museos, editada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, México D.F., 2004. |
Enrique Jeik. Violated Spaces We rarely consider the complex plot of spatial relationships that exist within museums. Engrossed by the material on exhibition, we are happy to walk through the exhibit rooms without thinking about how our path is determined by the curating. One more reason for this publication to welcome the unorthodox contribution of Enrique Jeik, who motivates us to think of M magazine in terms of an interconnection of spaces modified by the artist. To shut down any part of the magazine would involve an act not unlike Jeik’s intrusions in museums and galleries transformed into scenes of aggression: two colossal hydraulic hammers clashing beneath the vaulted ceilings of an ancient temple—the Ex-Teresa museum in Mexico City; the friction of disks from several mechanical cutters that hurl huge sparks while mineral residuals accumulate on the white cube floor of the Sala de Arte Público Siqueiros in the same city; or an excavating machine pounding in the Le Confort Moderne Gallery in a former factory of Poitiers, transmitting an SOS Morse code signal as it perforates the ground.As the solitary, silent contemplation in museum spaces surrenders to the presence of thunder and dissonance, Jeik’s representations practically reinstate the gladiator battle, along with its instinctive charge and its meeting of forces, while audiences perform in terms of a multitude, in the bio-political sense of a social entity of creation—a quantity characteristic of the latest modernity. What is the creator’s role today? Where does the image of an artist pointing a gauge 12 shotgun, cocking his gun and spraying shots at exhibit room partitions lead us? For “security reasons” spectators at the Poitiers exhibition were only able to view the final result: a type of large-scale graphism.No doubt, we are reminded of the celebrated photographic sequence from 1950, when Hans Namuth took thousands of shots of Jackson Pollock sprinkling paint over enormous canvases: action painting, a burst of gestures that became emblematic for the New York school. However, unlike the cult for Pollock’s artwork, Jeik’s work is ephemeral, estranged from object worshipping, and more a part of a cycle of mechanized symbolical allegories in which the game or the confrontation take us back to remembrances of the human condition: an agitated world at war. Spatiality is for Jeik an undifferentiated principle; exhibit spaces become shooting ranges, battlefields, or construction sites populated by heavy machinery. Each one of his actions sets off sculpting, graphic, communication and work processes. Constructing and demolishing become the analogy of the other. Hence, cutting, carving, perforating and burnishing material turn into sculpting functions, beholden to a classic tradition; though, now mechanical arms and monumental chisels and gouges execute the work, much the same way a rifle is transformed into a type of automatic pencil. Even the artist’s legs and arms fall under this logic of prostheses, as they carry the video camera around and transmute vision into action. Enrique Jeik’s attachment to rituals of violence remind us of the constitutive nature of rebellion as a social matrix, although it also alludes to the capacity of social repression to remain hidden. The artist’s settling of accounts after his late discovery of the atrocities of the Argentinean dictatorship? An allusion to the encoded language of resistance? Perhaps for these reasons his work is charged with components of ambiguity, obliqueness, and migrations of meaning: to such a degree that a tool always winds up being something else and any historical time may present itself when least expected. Still, Jeik dispenses with direct political allusion and favors language as a performative act: the commitment of words to exercise their autonomy. Like a far-reaching war strategy, this Argentinean artist who has resided in Mexico for almost twenty years, imagines more projects than he actually carries out. His work can be included in the aesthetics of violence, a lethal version of the object and its artistic faculty; simultaneously, his meditations on human aggression become inscribed in the aesthetics of memory and recollection. Despite the asymmetry in the use of force, Jeik insists on maintaining an ideal balance, equality between the forces at play, a world with a destructive potential that can be stabilized. The project he most wishes to carry out involves working with explosives inside the museum. However, owing to the brutal acts of September 11, with its aftermaths of paranoia and gratuitous attacks against Iraq and the harboring of a psychopath with the appearance of a government, artistic proposals like this one encounter many obstacles.
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