Lelia Driben

Enrique Ježik: La desmesura de lo real

A la memoria de Antonio Marimón,
quien supo de estas cosas.

AK-47     GBU-27/B      UZI-ISR      FN-FAL/LAR
VS           ¿IQ=?                                   7.62      5.56
M-16

Lo que el lector está viendo sobre estas líneas no son letras y números puestos al azar, sino fragmentos de la nomenclatura que designa a distintos tipos de armas: AK-47 es el fusil comúnmente llamado “cuerno de chivo”, muy usado por los narcotraficantes en México; M-16 es otro fusil, de fabricación estadounidense, que se empleó mucho en la Guerra de Vietnam; UZI es una pequeña ametralladora desarrollada en Israel y los FAL (de calibre 5.56 según las disposiciones de la OTAN) se confeccionan en Argentina con licencia belga, país en el que se denominan FN.

Ninguno de estos datos, sin embargo, está puesto en los dibujos que Enrique Ježik; ha ejecutado colocando esos signos sobre el centro de cada papel. No hay, en efecto, referencias explícitas sobre ellos, sino el solo detenerse en el carácter cifrado de la nomenclatura extremando aún más dicho ciframiento, o jugando a acoplarse a las reglas de aquella: en lugar de versus coloca simplemente VS y para las bombas inteligentes GBU-27B que se utilizaron en la Guerra del Golfo Pérsico (¡vaya siniestra forma de inteligencia!) desliza irónicamente la pregunta crítica con una sigla perteneciente a otro sistema: IQ, léase coeficiente intelectual. De ese modo, salvo para un observador enterado, la imagen de estos dibujos -con sus negros o grises grafismos contrastados sobre el plano fondo – resulta de una despojada, casi elegante (y nuevamente irónica) síntesis. Sin embargo, simultáneamente, el hermetismo implícito al interior de las mismas comporta una densa, múltiple significación.

Mediante un procedimiento típico de ciertos autores vanguardistas, aunque con mecanismos formales que pertenecen al arte de fin de siglo, Ježik incluye textos en el trabajo reflexivo que antecede a la concreción de sus obras y en las obras mismas. Alterna, en otras palabras, la lectura con objetos encontrados, y un desarrollo en el que tales objetos muchas veces se ven sometidos a un procesamiento que embosca su utilidad originaria para convertirlos en otra cosa, en elementos análogamente atravesados por otro tipo, más específicamente visual, de ciframiento. En un momento anterior de su producción, por ejemplo, el sistema Braille le proporciono los signos necesarios para introducir fragmentariamente una escritura en la que se leían, entre otros, los conceptos de “espacio vital, sometimiento, violencia, racismo”, preguntas como: “¿Quien confiará en nuestra decisión de olvidar?”, o bien la siguiente afirmación: “No olvidar”.

Y el no olvido, más que una frase o una decisión capaz de difuminarse en la generalización de su enunciado, resuena en la conciencia colectiva de muchos con particular, incisiva consistencia. Ježik la recoge porque pertenece a su más intensa identidad y, al hacerlo, se pliega a esa no desmemoria colectiva bajo la forma de sus propios resortes visualizantes. Así, mediante una cadena que eslabona textos, elementos volumétricos, la bidimensionalidad del dibujo y reconfiguraciones espaciales, atiende –como un componente eje de su estética- a la historia actual y reciente incorporándola a la reserva icónica de su obra. En ese marco, el empleo de la nomenclatura y de la escritura para ciegos eleva, gracias a la fijación de un mecanismo inverso a manera de punto de partida, la parábola simbólica que se completa con la consigna de “no olvidar”. Una parábola en cuyo decurso la no legibilidad inmediata de la nomenclatura bélica y de los ideogramas en Braille, con su carga, insisto, cifrada, secreta si se quiere, connotan el ocultamiento que, en su terminal opuesta, en la otra punta del hilo conductor, conlleva a la frase que niega al olvido. Fue, sin duda, feliz el uso de los signos que componen el lenguaje de los ciegos, si se piensa que el terror implementado por ciertas dictaduras apunta justamente a estimular el no ver, no saber, un cerrado, en suma, dispositivo de ocultamiento.

Enrique Ježik; – cuyo apellido, sin el acento sobre la “z”, en Eslovaquia, la tierra de la que emigraron sus antepasados, significa “lengua”, y la lengua es lo que permite la comunicación entre los hombres – tenia catorce años el 24 de marzo de 1976, cuando en su país, Argentina, el golpe militar instauró el régimen de gobierno más genocida del cono sur por aquellos años. Conoció, por lo tanto –paradójicamente- el no saber, la sospecha difusa, el rumor en voz baja, el no hablar, la confusión siniestra de la guerra por recuperar (!) las islas Malvinas en 1982, la crisis subsecuente y el final de la dictadura en 1983. Junto a ello, el gradual tránsito del desconocimiento a la conciencia álgida del terror con su masiva consecuencia de crímenes, desapariciones y exilios. Ahora sus trabajos escriben y reescriben visualmente esa historia y ese transcurso progresivo, de la tortura y la muerte en la sombra de cárceles y campos de concentración, a la luz abierta por los juicios a comandantes y otros altos mandos de las fuerzas armadas enteramente documentada por el Nunca más, libro que contiene los testimonios de todo aquello, y por otros textos. Se trata, sin duda, de una apertura de ese lenguaje impreso por el cuerpo del horror sobre decenas de miles de cuerpos, que Ježik; incrusta en la corporeidad de sus instalaciones, acciones y esculturas, con la irreductible secuencia asintagmática del arte. Pero uno de los aspectos que llama la atención es ese procesamiento sobre el nivel simbólico de la obra, que apunta al mencionado paso gradual desde el conocimiento a su contraparte; por eso el carácter velado de las nomenclaturas juega un rol decisivo y resulta un sagaz hallazgo. Y Ježik; intenta un abarcamiento contundente, cabal, de ese habla que constituye su historia, del habla y de las fisuras que la marcan, como si buscara recorrer todo el alfabeto para mantener indeleble su acento hasta el final, en la misma “Z” que los agentes de migración borraron de su nombre y que él se empeñó en restaurar cuando comenzó a firmar sus obras. Ese acento parece, entonces, a modo de juego de analogías, fijar otra signatura, otro punto del mecanismo simbólico, más ambiguo y con los forzamientos propios del pensamiento simbólico.

Otro proyecto que este autor no pudo concretar, por razones que no viene al caso explicar, fue el que se describe a continuación: llenar la Torre de los Vientos, obra de Gonzalo Fonseca ubicada en la Ruta de la Amistad, con agua hasta cierto nivel remendado a un río o un lago; aunque, por las características arquitecturales del edificio, el resultado hubiera encontrado mayor semejanza con un estanque. Si bien esta ocupación del espacio aludido se ampliaba a diversas connotaciones, la referencia al Río de la Plata convertido por los militares de la dictadura argentina en un “cementerio marino” aparecía aquí como algo ineludible, sobre todo si se tiene en cuanta que esta ahora virtual ambientación fue ideada después de la difusión pública –en febrero o marzo de 1995- de aquel hecho.
Cabe agregar que, en Córdoba, lugar de nacimiento de Ježik , también el lago San Roque fue utilizado para arrojar cuerpos narcotizados durante los años oscuros. Si bien la asociación de esa estrecha agua “encerrada” con un río o un lago puede resultar también forzada, la idea de estanque o estancamiento rebota para reengendrar la cadena metafórica. Esta idea, repito, no se llevó a cabo, pero el arte conceptual permite legitimar los proyectos en su frase preparatoria. Y la instalación que sí se organizó, a cambio, en la Torre de los Vientos, estuvo compuesta por una serie de bloques de hielo en forma de prismas que evocaban a un gélido, desolado paisaje en disolución, gracias al paulatino derretirse del hielo. Disolución, desaparición, grietas como sellos de hierro, oclusiones y espesas aperturas dominadas por una dura frotación de objetos y sensaciones, componen el corpus de relaciones que surca a toda la producción de este artista.

Además – retomando ítems comentados en párrafos anteriores- un desarrollo que va de la reducción provocada por el ciframiento a una mayor explicitación de los temas. Esto se hace visible, por ejemplo, si se establece un vínculo entre las frases en Braille y los huesos que contenían algunas cajas transparentes en su última muestra del Museo Carrillo Gil.

La reciente exposición en la galería Nina Menocal también apuntalaba ese despliegue de lo inexplícito a una gradual datación argumental: las siglas bélicas transformadas en figura del dibujo son sustituidas, sobre otros papeles, por el dibujo, ya más evidente, de la bala, respondiendo al mismo esquema sintetizador de fondo y figura única que, por otra parte, es solidario con una vertiente de la imagen bidimensional actual. Se trata, dicho sea de paso, de una zona del arte que busca acercarse a la eficacia mediática del cartel y de la pantalla televisiva.

Enrique Ježik; está inserto en esa corriente de la estética finisecular que, no sin reduccionismos y reformulaciones a la page, se ha dado en llamar “arte político”. En tal sentido se comporta como el observador escéptico que encarna (y aquí este adjetivo debe leerse en su más honda figuración visceral) sobre las formas y especializaciones de su obra, la historia que lleva escrita sobre sí, reitero, como una marca que circula y se desplaza hacia esa otra condición determinada por la extremadamente irregular distribución de fuerzas que el mundo vive en el presente: la carga de escepticismo antes señalada. ¿Será ésa la lectura que permea el enorme plano inclinado en el que, mediante otra recurrencia  a los sistemas gráficos preestablecidos, Ježik; ha perfilado el mapa del planeta? Y, dentro de la misma posible interpretación, ¿qué representan las zonas del suelo en las que se concentra la luz de los focos que penden del mapamundi? ¿Una triste, doblegada geografía, menos que eso, una topografía informe llena de escoriaciones?

De la propia, regional historia reciente, el autor se ha ampliado en estas instalaciones y dibujos a la globalización bélica del mundo. Ha hecho el recorrido de lo particular a lo general, pero la señal que  permite ese transcurso arranca de su sitio originario. Y si este uso de lo cartográfico y de los objetos en el espacio revela, a partir de su consistencia visual, uno de los estadios intermediadores entre lo cifrado y la exposición directa del tema, el fragmento extraído de un oscuro libro encontrado por ahí define con claridad al referente que sustente al conjunto. Transcribo: “Una operación puede ser planeada en Alemania Federal por árabes palestinos, ejecutada en Israel por terroristas oriundos de Japón, con armas compradas en Italia pero manufacturadas en Rusia y provistas por diplomáticos argelinos”. Seguramente quien escribió estas líneas lo hizo avalando cuestiones muy opuestas a la crítica que busca aproximar el trabajo de Ježik, pero aún desde otro margen, el fragmento alude a una realidad que este artista no quiere soslayar.

Y en medio de todo eso aparece, como desautorizándose a sí mismo, el azar: un rollo de papel que Ježik halló durante su estancia en Canadá y que, al desenrollarlo, descubre manchas y arrugas cuyo formato coincide con el de las balas o fusiles. Claro que al azar se lo toma o se lo deja. Enrique Ježik no pudo desecharlo porque en esas figuras labradas por el plegamiento de la hoja afloran, fantasmalmente, los rastros de una pesadilla. Asimismo, desplegar aquel papel equivale – abusando otra vez de la metáfora -  a desenvolver una serie de hechos cuya persistencia como trasfondo y sustento en la obra de este autor parece, hasta ahora, inquebrantable. Coherentemente con dicha persistencia, la ácida cita que contiene el título de una de sus instalaciones, Teatro de operaciones, alude a una actitud estética que expulsa todo exceso narrativo, declarativo o teatral. Lejos de ello, este trabajo no hace otra cosa que relevar la condensación de un drama cuyos contenidos pertenecen a la desmesura de lo real: de ahí su densidad.