Cuauhtémoc Medina

La escultura de la fuerza ciega

Es curioso cuando los medios hablan de “lujo de violencia” o “exceso de fuerza”, pues en esas frases se filtra el ideal de un poder administrado en dosis exactas, que se reduce a imponer el orden del modo más higiénico y administrativo posible.  Violencia racional y racionalizada, no sólo legítima, sino que al ampararse en la inyección letal, las balas de goma o el misil “inteligente” pretende haber dejado de ser violencia. 
El primer dato que arroja la Estructura construida por albañiles y 200 cartuchos calibre 12 (2002) de Enrique Ježik es la infracción de ese ideal  de una fuerza contenida. La obra presenta una situación desmesurada: una de las formas “arquitectónicas” más rudimentarias y endebles que es factible encontrar en el contexto urbano tercermundista —un cobertizo improvisado con madera usualmente reciclada tras ser usada en andamios y cimbras, en el que los albañiles suelen depositar los materiales y herramientas de su obra—ha sido sometido a un considerable poder de fuego, tan sólo para poder verificar el efecto físico del impacto.  Los doscientos cartuchos de perdigones disparados sobre esta estructura hubieran sido suficientes para repeler y aniquilar un pequeño ejército. No obstante su sencillez, la acción acarrea una iconografía:  las paredes de los jacales donde se acribilla a los dirigentes campesinos y sus familias,  los pueblos indios arrasados por comandos contrainsurgentes, las emboscadas de camionetas y autobuses víctimas de fuego cruzado en los caminos rurales de las zonas de conflicto. La obra de Ježik describe una situación, la de Latinoamérica, donde la pobreza es regularmente demarcada por las balas. Batalla pues entre una estructura social que apenas se sostiene y el potencial de destrucción de una infinidad de ejércitos, guerrilas, gavillas y cuerpos de seguridad.
Esa iconografía no se expresa por intermedio de otras imágenes: Ježik se contenta con ofrecernos el material, su transformación y desgaste. La distinción es crucial en un artista que no obstante los diversos vuelcos que ha tenido en la última década, sigue siendo por encima de todo una especie de escultor. Más allá de cualquier noción anacrónica del “medio de la escultura”, lo que define a Ježik como escultor es una forma de pensamiento.
Desde fines de la década de los 90, Enrique Ježik ha repasado el imaginario de la violencia social, en sus manifestaciones policiacas, militares, tecnológicas y mediáticas. Esa aproximación tiene una peculiaridad de origen: pone el  énfasis en la connotación física de la noción y operación de aquello que llamamos “fuerzas de seguridad”, más que en la función ideal/incorpórea de la visualización que el estado ejerce sobre sus sujetos. 
En videos como Fiesta interminable (2001) Ježik recopila momentos del accionar de una variedad de cuerpos represivos, los cuales se caracterizan por escenificar la fuerza pública en la plaza pública, a veces demostrando deliberadamente brutalidad y arbitrariedad, con tal de distribuir el terror más eficientemente. Represión y representación: Enrique Ježik no se interesa tanto en el funcionamiento puntual de las fuerzas de seguridad, o en la investigación de sus abusos, sino en su rol formalista de expresión visible y barrera sensible del poder. No explora al poder en sus aspectos invisibles: los sistemas de espionaje, las policías políticas, las bases de datos sobre los ciudadanos, y toda la expresión panóptica de la tecnología contemporánea. En cambio, le interesa la recurrencia de la represión como una especie de ceremonial: el enfrentamiento cotidiano del poder con la materia prima de la resistencia social. 
Es en sus obras hechas mediante el disparo de armas de fuego donde Ježik hace más explícita esta proyección meta-escultórica, la investigación (lo mismo política que material) del efecto de la fuerza contra una superficie material o social. En Diez tiros (2000), Ježik se colocó una cámara de video en cada brazo a fin de mirar el disparo de una escopeta como si lo registrara la mano. Para sorpresa del mismo artista, el disparo mismo queda invisible para la cámara, que pierde la señal de video por efecto de la patada del arma.  Las escopetas de perdigones son, de hecho, armas diseñadas para no requerir de puntería: rocían su objetivo con metralla. Metafóricamente, Estructura construida por albañiles y 200 cartuchos calibre 12 (2002) no depende tanto de “la visión del Estado”, como del momento de ceguera de su ejercicio de fuerza. Pudiera verse en esas obras una especie de inversión de la noción de perspectiva, pues  en lugar de examinar la recepción del ojo vigilante, se experimenta su efecto devastador.
Que Ježik nos provea de todo un catálogo de reflexiones sobre la violencia no parte tan sólo de la obvia estetización que enfunda el funcionamiento de los cuerpos de seguridad. No es en vano que Ježik se haya planteado una serie de acciones casi dancísticas con máquinas de construcción: la batalla de dos perforadoras en Esgrima (2001) o, más recientemente, la perforación de un círculo de huecos usando una perforadora como si fuera un compás, hecho al interior de la sala de exhibición, al ritmo de la escritura en morse de S.O.S. (2002) Lo que une esas expresiones de fuerza es el acto de percusión, la acción de una cuña (humana o mecánica) abriéndose paso a través de una masa. Deriva de haber migrado de la reflexión sobre el acto escultórico a la reflexión sobre el momento de esfuerzo y violencia del acto de trabajo en general, y de ahí haber saltado a examinar el repertorio formalizado de la violencia. Pues la noción de “fuerza” que preside el trabajo de Enrique Ježik es una prolongación del gesto básico del escultor en Occidente: el golpe, a la vez conformador que destructor, del martillo y el cincel.

 

 

 

The Sculpture of Blind Force

It is curious how, when the media speaks of "unwarranted violence" or "excessive force," its language is laced with the notion of power administered in exact doses, reduced to imposing order in the most hygienic, administrative way possible. We are dealing with not only legitimate but rational or rationalized violence which claims to no longer be violence since it deploys itself in the form of lethal injection, rubber bullets or "intelligent" missiles.
The first thing we are forced to face with Enrique Ježik's Structure Built by Manual Laborers and 200 Twelve-Gage Cartridges (2002) is the violation of this ideal of self-contained force. The piece depicts extreme disparity: one of the most rudimentary, flimsy "architectural" forms one might find in a Third-World urban context—a makeshift shelter made of wood, usually recycled after being used as scaffolding or cement molds, where workers usually leave their tools and materials—has been subjected to considerable firepower, merely to ascertain the impacts' physical effect. The 200 twelve-gage cartridges shot on this structure would have sufficed to drive back or lay waste to a small army. In spite of its simplicity, the action is iconographically loaded, referencing shanty walls riddled with bullets upon the execution of campesino leaders and their families, indigenous communities razed to the ground by counter-insurgent commandos, ambushed vans and buses, victims of crossfire on rural roads in areas of conflict. Ježik's piece describes a situation, Latin America's, in which poverty is routinely circumscribed by bullets. A struggle, hence, between a social structure that can barely hold itself together and the destructive potential of countless armies, guerillas, gangs and law enforcement agencies.
Ježik does not express this iconography by means of other images: he simply presents us with the material, its transformation and wear and tear. This distinction is crucial for an artist who, in spite of the different paths his work has taken over the last ten years, has remained above all a kind of sculptor. Beyond any anachronistic notion of the "sculptural medium," what defines Ježik as a sculptor is a way of thinking.
Since the late 1990s, Enrique Ježik has surveyed the imaginary of social violence in its manifestations as police, military, technology and the media. This approach has featured the following peculiarity from the outset: it places emphasis on the physical connotation of the notion and operation of what we call "law enforcement agencies" rather than on the State's ideal/incorporeal function of watching over its subjects.
In videos such as The Endless Party (2001), Ježik documents instances of various repressive agencies' performance—agencies which distinguish themselves for staging public force in public space, sometimes demonstrating deliberate brutality and arbitrariness in order to most efficiently spread terror. Repression and representation: Enrique Ježik's interest does not lie in security forces' precise mode of operation, or in researching their forms of abuse, but rather in their formalist role as a visible expression of and tangible shield for power. He does not explore power's invisible facets: espionage systems, political police, data bases about citizens or the panoptic deployment of contemporary technology. Instead, he focuses on the recurrence of repression as a sort of ceremonial: the everyday confrontation of power with the raw materials of social resistance.
It is in his pieces made with firearms where Ježik makes this meta-sculptural projection most explicit, examining (both politically and physically) the effect of force against a physical or social surface. In Ten Shots (2000), Ježik strapped a video camera on each arm so he could watch a shotgun discharged from his hands' point of view. To his surprise, the camera could not record the shot itself, losing its signal because of the weapon's recoil. Shotguns are indeed weapons designed so you do not need to aim: they riddle their target with lead. In metaphoric terms, Structure Built by Manual Laborers and 200 Twelve-Gage Cartridges (2002) is not based so much on "the vision of the State" but rather on the moment of blindness of its exercise of force. One could consider these pieces as somehow inverting the notion of point of view, since rather than examine the watchful eye's reception, one experiences its devastating effect.
The fact that Ježik provides us with an entire catalogue of reflections about violence is not solely based on the obvious aestheticizing that sheathes the operation of law enforcement agencies. It is not in vain that Ježik has created a series of almost dance-like actions with heavy machinery: the battle between two backhoe-loader-mounted hydraulic hammers in Fencing (2001) or, more recently, tracing a circle of holes using one of these machines as if it were a compass inside a gallery, effectively writing the piece's title, S.O.S. (2002), several times in Morse Code into the floor. What connects these expressions of force is the percussive action, the action of a shaft (human or mechanical) breaking through a mass. It derives from a shift: first focusing on the act of sculpting, Ježik then considered the moment of effort and violence involved in the act of work in general, and from there he leapt forward to examine the formalized repertory of violence. Thus, the notion of "force" that prevails in Enrique Ježik's work is an extension of the Western sculptor's basic gesture: the blow, as conformist as it is destructive, of the hammer and the chisel.